Ante la situación actual de sobrepoblación humana desorbitada, con sus crisis asociadas de tipo ambiental, social y económico, caben tres posturas, por simplificar al máximo:
1. la continuista, que aboga por seguirnos rigiendo por los mismos principios que hasta el momento, y que presupone que la humanidad irá encontrando poco a poco las maneras de solventar los obstáculos (y que, por lo tanto, no reconoce con exactitud los enormes problemas ambientales a los que nos enfrentamos y deja actuar como si no existieran);
2. la del «escape hacia adelante», de naturaleza tecnocrática, que fía nuestro futuro básicamente a nuestras capacidades tecnológicas, y apuesta por mayores esfuerzos de inversión en investigación y desarrollo tecnológico (y menores en gastos sociales), y que da por sentado que los constantes descubrimientos nos irán proporcionando las soluciones a nuestros problemas (pero que, como se basa en presupuestos socio-económicos intensivistas, mercantilistas e instrumentalistas y en una cosmovisión puramente mecanicista, deja en un segundo plano las cuestiones relativas al desarrollo de los valores humanos considerados históricamente como fundamentales); y
3. la precautoria, de corte ambientalista, que tras reconocer las causas de la crisis actual en la sobrepoblación humana y en el deterioro ambiental, propone la aplicación de medidas de bajo impacto.
La primera, que es la más habitual, y a la que se adscriben sin crítica importante prácticamente todos los grupos políticos «de izquierdas» y los de la llamada «derecha moderada», no cuenta con demasiados apoyos desde la esfera de lo académico. Ésta, por el contrario, está muy polarizada entre las posturas segunda y tercera. La práctica totalidad de los ingenieros que yo conozco y la mayor parte de los científicos experimentales, aplicados o no, se decantan por la segunda opción, y una pequeña parte de los científicos experimentales y la mayor parte de los ambientales, así como muchos de los académicos del mundo de las letras, con la llamativa excepción de muchos juristas, son partidarios de la tercera. Sea como fuere, en general los académicos somos moderados. Pero hay una fracción de entregados o «apóstoles de la causa» que, aunque siempre aseveren que no tratan de convencer a nadie, defienden con vehemencia los postulados tecnocráticos, que coinciden en líneas generales con los de la industria. Estos apóstoles no admiten más lectura de la realidad que la suya y recurren de forma sistemática a la descalificación o ridiculización, más o menos soterrada, de las posturas discrepantes, acusándolas de poco científicas o de no estar basadas en pruebas. En otros sitios he escrito sobre estos cientifistas dogmáticos, que desde mi punto de vista hacen mucho daño a la ciencia en tanto que confunden al ciudadano poco avisado (tanto al partidario como al detractor de sus postulados) (https://joseluisyela.wordpress.com/2016/04/13/mercantilismo-cientifista/). Hay científicos dogmáticos también en el otro bando; pero son mucho menos beligerantes y numéricamente mucho menos importantes, al menos en España. El viernes pasado me las tuve que ver con dos biotecnólogos de pura cepa, adeptos de la «evidenciología» más estricta, entregados a la defensa de los principios tecnocéntricos y completamente subsumidos en la lectura mercantilista de la vida, manifiestamente incapaces de entender nada más allá del eje en torno al cual giran. Como no podía ser de otra forma, mi visión de la dinámica derivada del uso del suelo con fines agrícolas les pareció ridícula, «ecologista» e incluso «homeopática», según su propia expresión (ante mi asombro, claro); su sesgo les llevó a decir, incluso, que la agroecología no es una ciencia. El siguiente esquema ilustra sobre mi interpretación personal, basada en decenas o seguramente centenares de publicaciones, explicada muy brevemente más abajo:
En resumen, la agricultura convencional, de tipo intensivo, y la tradicional, de baja intensidad, están en los dos extremos de la variación de un continuo que oscila entre la máxima producción posible, el añadido masivo de insumos y la gestión agresiva de la tierra por un lado, y la producción agraria media y estable, sin insumos masivos y la gestión respetuosa de la tierra por otro. Debido al coste de elaboración y a la forma de distribución de los agrotransgénicos, no se pueden desligar de los procedimientos inherentes a la agricultura convencional. Ésta, según está ya más que probado (véanse, por ejemplo, los trabajos de David Tilman, reciente Premio de la Fundación BBVA “Fronteras del Conocimiento en Ecología y Biología de la Conservación”; https://joseluisyela.wordpress.com/2015/06/26/david-tilman-la-biodiversidad-y-la-agricultura-2/), es la principal causante de pérdida de biodiversidad silvestre a través de la fragmentación y deterioro del paisaje, y además contribuye a la pérdida de diversidad doméstica al desechar la industria agrícola cientos de razas para potenciar unas pocas, las de mayor rendimiento. Como práctica general, la agricultura intensiva es, pues, ambientalmente insostenible. Es en este sentido en el que han de situarse, fundamentalmente, las principales críticas a los agrotransgénicos, que, en contra de lo que afirman sus defensores, no han contribuido a aumentar la producción de alimentos por término medio, como puede comprobarse fácilmente examinando sin apasionamiento la bibliografía independiente al respecto, es decir, la no subvencionada por las casas comerciales productoras de semillas transgénicas. La agricultura de baja intensidad, ya sea de sustento familiar o extensiva, contribuye a la preservación del paisaje y de las razas locales, mejor adaptadas a condiciones locales concretas, y es ambientalmente sostenible; no en vano basa sus líneas de acción en los principios de la Agroecología o Agrobiología, ciencia agraria basada en los fundamentos de la ecología y dirigida precisamente a generar sistemas agrícolas sostenibles, y cuya visión general del mundo natural es paralela a la de la Conservación Biológica (véase, por ejemplo, http://www.irnas.csic.es/). Es bien sabido que el sistema de organización capitalista mantiene una óptica socio-económica mercantilista, productivista y extractivista, que lo es tanto más cuanto mayor relevancia adquiere el capital como eje principal de la dinámica social; por lo tanto, nuestro sistema de organización actual favorece las prácticas de la agricultura intensiva y no solo ignora, sino que muchas veces incluso denigra las de la agricultura de bajo impacto (arguyendo que éstas no podrían mantener a una población creciente). Por otro lado, la agroecología no solo sustenta las prácticas ambientalmente sostenibles desde el punto de vista científico, sino que propone líneas de acción claras y concretas para paliar el hambre en el mundo, diferentes de las postuladas por la agricultura intensiva y basadas en la filosofía ecosocialista:
1. control de la natalidad para evitar la sobrepoblación,
2. fomento de la producción agropecuaria local y distribución más racional de los alimentos para evitar pérdidas al acortarse la cadena producción-distribución, y
3. potenciación de una educación en valores, centrada en los principios de sostenibilidad y precaución.
Nada fácil, desde luego. Pero, en definitiva, de lo que se trata es de recuperar el papel de las personas como entes autónomos, desvinculados en lo esencial de los intereses del mercado y de las grandes empresas del ramo, aplicando la máxima ecosocialista «piensa globalmente, actúa localmente».
Desde luego, mal objetivo para los tiempos de corte neoliberal que corren, aunque excelente sustrato para los que pudieran venir si somos capaces de no dejarnos dominar por los mensajes fáciles y tentadores tan de moda en estos momentos.
La primera y la segunda pueden ir de la mano. Hay una cuarta: salir de la visión antropocéntrica, ver a la especie humana como una plaga que arrasa con todo o como un virus que ataca a su huésped, la tierra, sin conciencia de que el deterioro del huésped deteriora también al virus causante, la humanidad. No empeñarse en buscar soluciones donde no las hay.
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