Sentido, plenitud, profundidad, dominio: esa es la impresión que me acaba de causar la magistral charla del compañero de la Universidad de Salamanca Raúl Rivas González, un investigador con un control absoluto del argumento que ha trasladado al auditorio y con una habilidad extraordinaria para transmitir. Solo recuerdo otra charla de semejante intensidad argumental y emocional: la de otro maestro de la comunicación, César Bona. El título: «La resistencia microbiana: una pandemia silenciosa». Con calma, pero sin pausa, Raúl ha ido desgranando el hilo de su discurso, relacionando hitos históricos acerca del descubrimiento de los antibióticos (y de las vacunas) con sus enormes ventajas respecto a la salud y al bienestar del promedio de los humanos, con hitos acerca de la puesta en evidencia de los fenómenos de resistencia por parte de las bacterias y sus consecuencias. Ha insistido en el papel de las medidas de higiene, de la necesidad de no automedicarse y de evitar el abuso de los antibióticos, como factores clave para evitar la «pandemia silenciosa». Y todo ello, en fin, consiguiendo sin aparente esfuerzo que el tremendo sueño que me atenazaba al entrar en la sala de conferencias, y seguro que a muchos otros, desapareciera al instante como por arte de magia. Desde mi punto de vista, solo le ha faltado un pequeño detalle para que la charla le hubiera quedado redonda del todo: algún comentario sobre la necesidad de no evitar totalmente entrar en contacto con los microorganismos patógenos, como medida para adquirir defensas a lo largo de la vida. Pero vamos, esto es por decir algo, porque la charla ha sido una delicia rotunda.
Todo lo demás, lo anterior y lo posterior, me ha parecido -modestamente y sin ánimo de molestar a nadie- parte de la farándula que ya se antoja intrínseca a todos los actos universitarios. Es innecesaria, en mi opinión, la loa detallada y recargada de los méritos académicos de un ponente, especialmente cuando el auditorio está compuesto en su mayoría por estudiantes de Secundaria que no tienen formación ni perspectiva para calibrar lo que significa, para bien y para mal, haber participado en 70 proyectos de investigación, por solo citar uno de los méritos que se han nombrado del ponente. Una loa exagerada puede sonar servilista y aduladora, aunque no lo sea; yo creo que es fútil y hasta, a veces, molesta. El ponente la ha soportado con un estoicismo encomiable; se nota que está muy acostumbrado. Ya digo, forma parte de la farándula universitaria, de esa que yo personalmente estoy tan alejado. Sobre las entregas de premios posteriores a la charla no diré nada, porque me he ido; es la cara universitaria más teatrera, la que menos soporto. Quizá sea inevitable, particularmente en una sociedad basada en la competencia, que favorece la dinámica del premio y del castigo. Desde el nacimiento -el horrendo «pecado original» de la cultura cristiana constantiniano-romana- hasta la muerte -el no menos horroroso «juicio final»-. A mi, lo siento, me repele. Desde chico.