Últimamente comento mucho sobre lo que, en mi opinión, son miserias del ámbito científico. Es imprescindible ser crítico, y mis colegas doctos y sensatos entienden, o entenderán, mi postura, por más que discrepen en cuanto al tono o en cuanto a ciertos detalles. Otra cosa es lo que puedan opinar los seguidores de la corriente principal de pensamiento y acción; pero eso ya es cuestión suya.
A lo largo de mis años de dedicación a la tarea científica, que desde el punto de vista de la tendencia productivista fundamental no ha sido exitosa, pero que es altamente valorada por mis colegas lepidopterólogos, sobre todo extranjeros, he experimentado constantemente dos sentimientos principales enfrentados. Por un lado, he gozado inmensamente del favor que me ha brindado la vida de poder dedicarme a pensar, a leer y a indagar sobre aquello que más me apasiona. Es un privilegio difícilmente alcanzable. Por otro, he sufrido con dureza el desprecio de aquellos que, imbuidos en la dinámica más extremadamente competitiva, defienden la idea de que todo científico ha de estar en la “élite”, dicen, lo que supone en la práctica ser capaz de producir un artículo de investigación tras otro en las revistas de mayor difusión (“impacto”, dicen también) posible. Desde mi punto de vista, esto último no solo acaba arrastrando a una buena parte del personal vocacional hacia niveles de ansiedad intolerables o hacia el abandono de la profesión, sino que degrada la interpretación original de la ciencia como donadora de un servicio integral, riguroso, sistemático, generalizable y utilizable en la vida cotidiana, sí, pero también capaz de contribuir al bienestar emocional y a la cohesión social. Me viene esto a la cabeza tras encontrarme un recorte de papel donde recogí el comentario de alguien, siento no recordar quién, que en su día me produjo pavor, el mismo pavor que siento cada vez que escucho o leo algo parecido:
“La ciencia gira alrededor de dos ejes: 1. Los proyectos de investigación, cuyo fin es la elaboración de publicaciones; y 2. Las infraestructuras, o resultado de producción de materiales o del crecimiento de los grupos de investigación.” Y ya está. Sobre eso gira la ciencia. ¿Puede haber interpretación más instrumental y cegata? Puede. Aquel comentario acababa así: “Para el funcionamiento de la ciencia, lo que hace falta son grupos de investigación enfrentados.” Tremendo. Desquiciado. Para mí, nada ha resultado más enriquecedor y satisfactorio que la sinergia, es decir, la colaboración mutua de varios grupos de investigación para la génesis de ideas y el contraste de hipótesis. Así trabajamos en ATTENAGUA o en BANDENCO e IBERARTRO; así estamos trabajando en Fauna Ibérica: Noctuoidea I, aportando cada cual el conocimiento que atesora en función de su experiencia particular.
Hace unos días leía también una noticia en que Patti Smith y Joan Baez se abrazaban y lloraban desconsoladamente sobre el escenario, lamentándose de que, en su vejez, el mundo por el que habían trabajado durante toda su vida se desvanecía, siendo sustituido por otro donde el individualismo, la exclusión, la mediocridad satisfecha y el predominio de la visión monetarista y productivista se hacen fuertes. Una sensación de fracaso vital profundo, la misma que a mí me despierta comprobar hacia dónde camina la actividad científica: hacia el mismo lugar. En definitiva, a eso que se está dando en llamar ecofascismo, puesto que la sumisión de la masa a los postulados dominantes, jaleados y difundidos desde las esferas de poder, acabará previsiblemente en la imposición de normas que conduzcan a la eliminación, activa o pasiva, de la inmensa mayor parte de la población humana como forma de evitar la extinción total más o menos inmediata de nuestra especie. Si es que las “élites” no se hunden también en el cataclismo.