El sistema de organización capitalista tiene uno de sus pilares en la banca, que supone la maquinaria de control del capital que permite el progreso material y una cierta seguridad de los ciudadanos que se rinden a su dinámica, basada fundamentalmente en el crédito. Este se puede definir de muchas maneras, pero una forma gráfica y simple de identificarlo en el contexto de la crisis socioeconómica y ambiental actual es como la riqueza no generada aún que nos permite disfrutar de un bien sin haber satisfecho la contraprestación de rigor. O, para ser más directo: que nos permite vivir por encima de nuestras posibilidades. Una banca fuerte permite que una buena proporción de la población viva no con lo que ha ganado con su esfuerzo, sino con lo que se supone que va a ganar. Y quien se ha acostumbrado a esta dinámica, que ha sido favorecida de manera sistemática por todos los gobiernos de la era postfranquista, convirtiéndola en un pilar básico e “irrenunciable” de su economía, es muy difícil que consiga reconvertirse para aspirar a subsistir con lo que va ganando, es decir, al día. Porque una cosa es que el crédito apoye de manera esporádica la formación de una empresa colectiva, y otra que todo el tejido social viva a costa del crédito. Una población endeudada es una población rehén de la banca. Un gobierno que favorece a la banca y la “rescata” masivamente mediante la inyección de fondos públicos, dando prioridad a su solidez antes que al bienestar directo de la ciudadanía, es un gobierno al que le conviene una población débil, no ya directamente -que también- sino sobre todo para poder reforzar su propia posición de privilegio cleptocrático. Por convencimiento.
Naturalmente, el ciudadano medio, acomodado y conservador, entiende que el rescate a la banca le favorece, porque a medio plazo puede volver a fluir el crédito. Y vuelta a vivir por encima de las posibilidades reales, mientras el planeta no puede respirar ya más.