Un alumno se queja amargamente en Facebook de que en su casa le han echado la típica charla alienante y aborregante, y me pregunta que qué me parece. Inmediatamente me han asaltado las dudas que tengo cuando me veo en la situación de hablar con mi propio hijo del asunto. Y es que, en realidad, hay dos cuestiones muy claramente distinguibles que uno tiene que situar en la balanza.
Por un lado, vivimos en sociedad, que se rige por unas determinadas normas. Y o lo asumes y actúas en consecuencia, o serás un inadaptado. Pero por otro, aunque el tipo de sociedad en que vivimos se dice a si misma igualitaria, la realidad es que es de todo menos eso. Una minoría privilegiada parasita a una mayoría desfavorecida, o lo que es lo mismo, la mantiene en grados cada vez más inaceptables de alienación laboral. Ante esto es muy conveniente ser crítico y no dejarse manipular. La consecuencia es que, entre una situación y la otra, queda relativamente poco espacio para moverse. Pero, en mi opinión, y esto es lo que intento transmitirle a mi hijo, es indispensable lograrlo. ¿Cómo?
Hay que luchar por los derechos; pero hay que hacerlo de forma inteligente. Un ejemplo: cuando yo vine a la UCLM ya sabía de qué iba el negocio este de la universidad porque venía de otro cortijo, la UPO. Así que me mantuve callado hasta que fui funcionario (si bien al listo de turno, que trataba de favorecerse a mi costa, me vi en la obligación de pararle los pies en momentos concretos, antes de sacar mi plaza). Cuando fui funcionario fue cuando empecé a poner los puntos sobre las íes. Amenzaron hasta el paroxismo, pero ya no podían ejercer su santísima voluntad a su santísimo antojo.
Hay que quejarse, claro que hay que quejarse, como medida de salud mental y para contribuir a diagnosticar mejor los problemas; pero, de nuevo, hay que saber cómo y cuándo hacerlo. Si lo haces de cualquier manera puedes proporcionar a los mandantes una justificación para que te hagan callar por las bravas. Si pretendes que haya menos mangonería en el mundo solo puedes hacer dos cosas: una que no es lícita, que es eliminar directamente a los mangantes, y otra que si: situarte en una posición segura para dejarlos en evidencia y dar tú ejemplo de la actitud que consideras no mangante.
No hay que tragar todo lo que te echen, de ninguna manera; pero hay que saber mantener tu puesto de trabajo. Siempre tienes la opción de trabajar por libre, por supuesto; pero no todo el mundo es capaz de hacerlo. Así que si vas a trabajar para otros, sé inteligente. La mayor parte de las veces es muy fácil mantener contento a un jefe. Eso si; si el abuso es ya intolerable, entonces más vale no tragar y defender la propia dignidad. Una sociedad de individuos indignos es una sociedad muerta, abocada al fracaso.
Cuando te digan «así no vas a llegar lejos en la vida», pregunta qué es llegar lejos. De nuevo, por poner un ejemplo: ¿de qué sirve ser un catedrático supuestamente reconocido, si luego eres un pobre hombre al que nadie escucha fuera del ámbito de su competencia profesional? ¿Hay algo más patético?
Desde luego, lo que no se puede es permanecer indiferente. Como decía Antonio Gramsci, “odio a los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido. Quien verdaderamente vive, no puede dejar de ser ciudadano y partisano. La indiferencia y la abulia son parasitismo, son cobardía, no vida. Por eso odio a los indiferentes.” (https://joseluisyela.wordpress.com/2016/11/04/los-indiferentes/). Para lechuguinos y borregos ya tenemos a la retahíla de esclavos agradecidos que se siente bien votando PPSOE. Por decirlo brevemente.
Aunque, para ser justo del todo, también es necesario compadecerse de los pobres padres que, tratando de buscar lo mejor para sus hijos, les animan a hacerse dóciles y cobardes. Porque eso es una clara demostración de que ellos mismos lo son. Comprendámoslos y seamos amables con ellos, aunque luego acabemos haciendo lo que nuestra propia conciencia nos dicte.