Los términos «inteligente» y «listo» se usan muchas veces como sinónimos, pero no lo son. Las definiciones de ambas nociones han sido ampliamente debatidas, aunque sin demasiado consenso; en bastantes ocasiones, se resalta la dificultad de precisar su significado. A mí, sin embargo, me parece que hay una forma sencilla de definirlos y distinguirlos. Puede decirse que una persona es particularmente inteligente cuando tiene gran capacidad de comprensión. Listo sería quien es capaz de aplicar su inteligencia hábilmente, por modesta que ésta sea, para obtener beneficios. Es decir, hay una diferencia de concepto y otra funcional. De esta manera, se puede ser muy inteligente y poco listo, de lo que tenemos abundantes ejemplos en el mundillo académico, y poco inteligente pero muy listo, de lo que abunda entre la fauna de gestores y políticos.
La cosa tiene su aquel, porque hoy día la condición que más se exalta es la del individuo listo, hábil, que usa sus mañas para alcanzar su objetivo. Que, como acabo de escribir, no es siempre ni mucho menos el más inteligente. Y, aunque sobran ejemplos en el ámbito de la política, hay que decir que en el universitario van proliferando también, a medida que al clientelismo secular se ha ido añadiendo la intención desenfrenada y delirante de asimilar la institución a una empresa, al rendirnos a los criterios mercantilistas impuestos por quien maneja el capital. Es más; en el mundo trepidante en el que vivimos, en el que los criterios éticos se están degradando rápidamente a la par que los mercantiles tienden a dominarlo todo, no solamente has de ser listo si quieres «triunfar» o «tener éxito» (a modo de los triunfadores fáciles y rápidos de hoy día, claro); además, y dada la inmensa cantidad de información de que podemos disponer, has de ser capaz de mirar para otro lado y, como si tuvieras una venda en los ojos, has de aplicar a rajatabla el pestilente principio maquiavélico (debido, en principio, a Hermmann Busenbaum): cuando el fin es lícito, también lo son los medios. No debe suponer una preocupación qué hagamos y cómo lo hagamos si al final vamos a conseguir nuestro propósito. Y como nuestro objetivo es el único que puede ser, porque si no no sería (dicen, haciendo gala de un fatalismo escandaloso y completamente falaz), cualquier método para conseguirlo queda justificado.
Este es, en breve, el caldo de cultivo en el que nos desenvolvemos. Es explicable, pues, que hasta las cuestiones más elevadas se hayan banalizado y se vean teñidas de una mediocridad rampante. Así, en relación con el amor, hemos pasado de un extremo al otro; de posturas de sumisión santificada o de intentos engañosos de tratar la relación de pareja como si el amor romántico fuera eterno, comunes hasta bien recientemente, se está pasando a una visión prosaica y mema, que lo despoja de su faceta de mayor encanto y de mayor trascendencia. La idea del amor incondicional es ilusoria también, no hay que engañarse; pero el trabajo tenaz por acercarse lo más posible al modelo que lo representa es algo que no es entendido hoy día por casi nadie, e incluso es desaconsejado hasta por expertos terapeutas, para mi desconcierto y amargura. En este sentido, he vuelto a recordar hoy el soneto 126 de Félix Lope de Vega, tan obsoleto en estos días vacuos y acomodaticios, pero para mí tan grandioso (gracias, Alba Madrid):
«Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.»
¡Pues naturalmente que quien lo probó lo sabe! Lo sabe y no puede librarse de la estela. De manera que el resto pasa a ser… rascar en la piel como si te picara un mosquito. Dar vueltas en el vacío. Tocar guitarras sin cuerdas. Hacer kilómetros dentro de tu habitación. Beber sin sed..
Sin embargo, cuando yo hablo en estos términos o en otros parecidos (https://joseluisyela.wordpress.com/2014/01/11/el-altruismo-o-la-cruz-2/), da la sensación de que lo hago en gótico o en sánscrito. Parecería que, a mi alrededor, todo fuera «fluir», «vencer los apegos» (https://joseluisyela.wordpress.com/2014/10/12/reivindicacion-del-apego-o-dependencia-afectiva/) o «ser positivo». ¿Dónde han quedado la épica, o incluso la lírica? ¿Qué pedazo de mamotreto de mundo pragmático, sordo, simplón y gris estamos construyendo? ¿Cómo es posible que los postulados con los que uno ha convivido toda la vida, y que ha defendido sin descanso, de pronto no valgan nada, y quienes considerabas que caminaban tu misma senda, ahora no buscan sino la comodidad personal, el «egoísmo sano» (https://joseluisyela.wordpress.com/2015/11/18/la-modita-del-egoismo-positivo/)?
Es como despertar a una pesadilla, en la que tú ya no es que vayas contra corriente: es que eres un fantasma.
Esta distinción sin duda es clave. Yo la tengo muy clara, no me parece para nada complicada.
Allá por 2005, a mis 14 años, andaba yo por 3º de la ESO, y asistí perpleja a la estampida de compañeros míos, estudiantes a partir de 16 años, que abandonaban las aulas para engrosar las filas del sector de la construcción, que en ese tiempo estaba en pleno apogeo en mi Región, Infernalia. Por aquél entonces, llegar a la Universidad para mí era sólo un sueño, y sabía que para formarme como quisiera, me esperaba una larga trayectoria académica. Es curioso cómo estos muchachos, contentísimos con sus sueldos nada desdeñables, nos apuntaban al resto que continuábamos nuestra formación y pretendíamos hacerlo durante largo tiempo, como “pringados”, “poco espabilados”; porque a su modo de ver, llevábamos una vida pésima en comparación con la suya. No teníamos ingresos, así que no podíamos disponer de los lujos que ellos se permitían.
Cuando con 18 años estaba en 2º de Bachillerato, todos tenían ya un coche fabuloso, mientras que los demás seguíamos “pringando”.
Esta conducta es un ejemplo paradigmático derivado de la línea de pensamiento que mantiene la cultura del honor en países mediterráneos como el nuestro. Lo socialmente valorado no es ya ser inteligente, sino ser listo, ser quien se aprovecha de la situación.
Obviamente, salta a la vista cuál es la realidad actual de estas almas, sin aspiraciones más allá del paro indefinido y la vida laboral precaria. Así que no eran tan listos como pensaban ser, ni se aprovecharon tanto como pensaron; más bien se aprovecharon de ellos. Eso sí; esto lo sienten ahora, pero antes estaban contentísimos riéndose de nosotros. ¿Quién es el pringado?
La opinión pública está conformada en torno a esta creencia que entrona al cabrón. Cuando un estudiante obtiene calificaciones altas porque ha trabajado intensamente, es un empollón, un pringado. Si lo ha hecho copiándose o estudiándose los apuntes del compañero, porque él ha faltado a todas las clases, es un cabrón en el mejor sentido de la palabra y todos le aplauden. Es exactamente el mismo principio que rige el hecho de que un presidente consabidamente corrupto que ha usurpado dinero público, vuelva a ganar las elecciones por mayoría absoluta. Al cabrón se le venera, se le idolatra, se le defiende arguyendo que “¡tú también harías lo mismo si estuvieras en su lugar! ¡no seas hipócrita!”. Patético, insultante, lamentable, porque no hablan de ti en realidad; proyectan en ti la imagen de sí mismos. Es lo que ellos harían, así que, por meros sesgos psicológicos perceptivos, les resulta inimaginable que seas distinto.
La banalización de la violencia es característica en la cultura del honor. No sólo hay que honrar al cabrón: como también tenemos facilidad para el insulto, hay que humillar al trabajador, al que cree en obtener lo que merece a través del mérito propio y no por amiguismo o nepotismo. Y esto está íntimamente ligado a la idea de que todos los medios son legítimos para conseguir un fin. Desastroso, por las consecuencias evidentemente palpables allá donde miremos.
El reconocimiento público que se obtiene de disponer de ingresos económicos rápidamente, sea cual sea el criterio que se emplee, es claramente superior al que se otorga a quien es capaz de demorar las recompensas a medio o largo plazo; más aún si esas recompensas tienen un valor humano alejado del meramente financiero (¿y eso para qué?). Y claro, en nuestro país, que nos encantan las fachadas, ser una persona humanamente vacía pero disponer de recursos, es fenomenal y digno de orgullo.
Personalmente, no creo que el amor incondicional sea ilusorio. Obviamente, si incondicional es que “no tiene limitaciones”, es difícil concebirlo porque nosotros mismos estamos limitados. Pero sí existe incondicionalidad en cuanto “seguir fielmente a una persona”, aunque obviamente esto estará sujeto a la dinámica de la relación, en cuanto a valores cuya manifestación ha de ser recíproca, como el respeto, el apoyo… no vas a seguir fielmente a quien te menosprecia o te maltrata, pues por más incondicional que sea, ese amor no es sano. Hay que buscar la incondicionalidad fuera de la toxicidad.
Así que para nada está obsoleto el soneto de Lope de Vega que hoy rescaté en mi muro. Viene a manifestar con maestría que en el amor verdadero puedes ser tú mismo, que eres humano y falible pero no por ello menos maravilloso; que no son todo sonrisas, felicidad ni color de rosa, a pesar de las películas (que hacen mucho daño); que amargura hay en el cáliz hasta del mejor amor, y sin duda el cielo en un infierno cabe.
Sin comentarios lo del egoísmo sano, ya sabes lo que pienso: A volar, vencejo.
«Cuando el fin es lícito, también lo son los medios».
Y si ese fin no sólo es lícito sino que es moralmente deseable, ya los medios no tienen límite. Cuanto superior es el fin más bestias e inmisericordes pueden ser los medios necesarios.
Dan más miedo los moralistas que los malos-malotes.