La necesaria y difícil calma

Hacer de lo cotidiano un arte es una habilidad que los occidentales casi hemos perdido, en buena parte por habernos sometido férreamente a dos reglas: una, la del productivismo en masa, impuesta por la filosofía capitalista de generación de bienes (y alentada por la ideología católica institucional), que nos lleva a sentirnos culpables si no estamos permanentemente activos; y otra, la del positivismo racionalista extremo, que nos lleva a considerar superfluo o incluso ridículo todo aquello que no se puede cuantificar, medir o al menos tratar racionalmente. No es que ambos procesos sean negativos en si mismos, que no lo son en principio, al menos el segundo (que ha contribuido de manera fundamental al avance del conocimiento racional); es que, llevados a la práctica como se están llevando desde aproximadamente el final de la segunda guerra mundial, en que Estados Unidos se convirtió en la potencia hegemónica, dominadora y exportadora de su modelo de vida al resto del mundo, han producido un tipo de una sociedad altamente jerarquizada y alienada, envilecida y presa del síndrome de la prisa. El tiempo ya no es oro para disfrutarlo; es oro para invertirlo como moneda de cambio. La misma ceremonia del té ya no es lo que era, ni siquiera en Japón; la misma ceremonia de amasar la harina para hacer el pan tampoco, ni el ritual de la comida, ni… casi nada. Desde hace años, practico la relajación; pero los resultados son relativamente pobres, porque si bien es cierto que en general llevo otro ritmo más pausado y controlado, hay épocas en que me descentro y acelero. Como esta, en que había creído haber tocado el cielo, para darme cuenta de que todo ha quedado, en parte por culpa de mis disritmias, en una pedrada mal dada que me hizo ver las estrellas. Es sumamente difícil mantener la calma de espíritu y la claridad de mente en medio de este torbellino en el que vivimos.