Trabajo, capital y política, y la importancia crítica de pensar y decidir (IV)

15. La crisis de la lucha de intereses

 

Aunque la crisis fundamental del trabajo sea reprimida o transformada en tabú, impregna todos los conflictos sociales actuales. La transición de una sociedad de integración de masas hacia un orden de selección y apartheid no llevó a una nueva etapa de la vieja lucha de clases entre capital y trabajo, sino a una crisis categórica de la propia lucha de intereses inmanente al sistema. Ya en la época de la prosperidad, después de la Segunda Guerra Mundial, la antigua importancia de la lucha de clases palideció. Pero no porque el sujeto revolucionario «en sí» fuese integrado al cuestionable bienestar mediante manipulaciones y corrupción, sino al contrario porque aquél vio en la superficie, en el estadio de desarrollo fordista, la identidad lógica de capital y trabajo en cuanto categorías sociales funcionales de una forma fetichista social común. El deseo inmanente al sistema de vender la mercancía fuerza de trabajo en las mejores condiciones posibles perdió cualquier impulso trascendente.

Si, hasta los años 70, se trataba todavía de la lucha por la participación de las capas más amplias posibles de la población en los frutos venenosos de la sociedad del trabajo, este impulso se extinguió bajo las nuevas condiciones de crisis de la tercera revolución industrial. Sólo cuando la sociedad del trabajo se expandió fue posible liberar la lucha de intereses de sus categorías sociales funcionales en gran escala. Sin embargo, en la misma medida en que la base común desapareció, los intereses inmanentes al sistema ya no pudieron ser agrupados en el nivel de la sociedad general. Empezó una desolidarización generalizada. Los asalariados desertan de los sindicatos, los ejecutivos desertan de las confederaciones empresariales. Cada uno para sí y el dios-sistema capitalista contra todos: la individualización siempre anhelada no es nada más que un síntoma de la crisis de la sociedad del trabajo.

En tanto que los intereses pudieron aún ser aglutinados, ello sólo se dio a escala microeconómica. Pues en la misma medida en que, irónicamente, el permiso para insertar la propia vida en el ámbito económico empresarial se convirtió de liberación social en casi un privilegio, las representaciones de intereses de la mercancía fuerza de trabajo degeneraron en una política sin escrúpulos de lobbies de segmentos sociales cada vez más pequeños. Quien acepta la lógica del trabajo tiene que aceptar ahora la lógica del apartheid. Sólo se trata todavía de asegurar la corrupción de la propia piel a una clientela restringida, a costa de todos los demás. Hace mucho tiempo que los empleados y los miembros de los comités de empresa ya no encuentran a sus verdaderos adversarios entre los ejecutivos de su empresa, sino entre los asalariados de empresas y «localizaciones» competidoras, da igual si en la ciudad vecina o en el Extremo Oriente. Y cuando se plantea la cuestión de quién será sacrificado en el siguiente paso de la racionalización económica empresarial, también el departamento vecino y el colega inmediato se convierten en enemigos.

La desolidarización radical no sólo alcanza al conflicto empresarial y sindical. Cuando en la crisis de la sociedad del trabajo todas las categorías funcionales insisten más fanáticamente aún en su lógica inherente, esto es, en que todo el bienestar humano sólo puede ser el producto residual de la valorización rentable, entonces el principio de San Floriano domina todos los conflictos de intereses. Todos los lobbies conocen las reglas del juego y actúan conforme a tales reglas. Cada dólar que la otra clientela recibe es un dólar perdido para la clientela propia. Cada ruptura del otro lado de la red social aumenta la posibilidad de prolongar nuestro propio plazo para la horca. El jubilado se convierte en el enemigo natural del contribuyente, el enfermo en enemigo de todos los asegurados, y el inmigrante en el objeto de odio de todos los enfurecidos nativos.

La pretensión de utilizar la lucha de intereses inmanentes al sistema como palanca de emancipación social se agota irreversiblemente. Así, la izquierda clásica ha llegado a su fin. El renacimiento de una crítica radical del capitalismo presupone la ruptura categórica con el trabajo. Únicamente cuando se plantea un nuevo objetivo de emancipación social más allá del trabajo y de sus categorías fetichistas derivadas (valor, mercancía, dinero, Estado, forma jurídica, nación, democracia, etc.), es posible una vuelta a la solidaridad en un nivel más elevado y a una escala de la sociedad como un todo. Sólo desde esta perspectiva se pueden reagrupar las luchas defensivas inmanentes al sistema contra la lógica de la lobbización y la individualización; ahora, sin embargo, ya no en la relación positiva, sino en la relación negadora estratégica de las categorías dominantes.

Hasta el momento, la izquierda intenta huir de esta ruptura categórica con la sociedad del trabajo.

Rebaja las coerciones del sistema a meras ideologías y la lógica de la crisis a un mero proyecto político de los «dominadores». En lugar de la ruptura categórica, aparece la nostalgia socialdemócrata y keynesiana. No se pretende una nueva universalidad concreta de la formación social más allá del trabajo abstracto y de la forma dinero, sino que, al contrario, la izquierda procura mantener forzosamente la antigua universalidad abstracta de los intereses inmanentes al sistema. Estas tentativas siguen siendo abstractas y ya no logran integrar ningún movimiento social de masas porque pasan inadvertidas en las relaciones reales de crisis. En particular, esto vale para la reivindicación de la renta mínima o de dinero para la subsistencia. En vez de ligar las luchas sociales concretas defensivas contra determinadas medidas del régimen de apartheid con un programa general contra el trabajo, esta reivindicación pretende construir una falsa universalidad de crítica social, que se mantiene en todos los aspectos abstracta, desamparada e inmanente al sistema. La competencia social de la crisis no puede ser superada así. De una manera ignorante, se sigue presuponiendo el funcionamiento eterno de la sociedad global del trabajo, pues ¿de dónde debería provenir el dinero para financiar la renta mínima garantizada por el Estado sino de los procesos de valorización exitosos? Quien cuenta con este «dividendo social» (el término ya lo explica todo) precisa apostar, al mismo tiempo, y veladamente, por la posición privilegiada de «su propio país» en la competencia global, puesto que sólo la victoria en la guerra global de los mercados podría garantizar provisionalmente el alimento de algunos millones de «superfluos» en la mesa capitalista – obviamente, excluyendo a todas las personas sin el documento de identidad nacional.

Los reformistas «amantes» de la reivindicación de la renta mínima ignoran la configuración capitalista de la forma-dinero en todos los aspectos. En el fondo, entre los sujetos del trabajo y los sujetos del consumo de mercancías capitalistas, sólo quieren salvar a estos últimos. En vez de poner en cuestión el modo de vida capitalista en general, el mundo, a pesar de la crisis del trabajo, seguiría estando sepultado debajo de una avalancha de latas hediondas, de horrorosos bloques de hormigón y de los desechos de mercancías inferiores, para que a los hombres les quede la última y triste libertad que todavía pueden imaginar: la libertad de escoger delante de las estanterías del supermercado.

Pero incluso esta perspectiva triste y limitada es totalmente ilusoria. Sus protagonistas izquierdistas y analfabetos teóricos olvidan que el consumo capitalista de mercancías nunca sirve simplemente para la satisfacción de necesidades, sino que sólo tiene una función de valorización. Cuando la fuerza de trabajo ya no se puede vender, aun las necesidades más elementales son consideradas pretensiones lujosas y desvergonzadas, que deberían ser reducidas al mínimo. Y justamente por eso el programa de renta mínima funciona como vehículo o instrumento de la reducción de los costos estatales y como versión miserable de la transferencia social, que sustituye a los seguros sociales en ruina. En este sentido, el gurú del neoliberalismo, Milton Friedman, desarrolló originariamente el concepto de renta mínima antes de que la izquierda desarmada lo descubriese como la presunta ancla de salvación. Y con tal contenido, ésta se hará realidad o no.

 

«Se ha comprobado que, de acuerdo con las leyes inevitables de la naturaleza humana, algunos hombres están expuestos a la necesidad. Éstas son las personas infelices que en la gran lotería de la vida sacaron la mala suerte.» (Thomas Robert Malthus).

 

16. La superación del trabajo

 

La ruptura categórica con el trabajo no encuentra ningún campo social inmediato y objetivamente determinado, como en el caso de la lucha de intereses limitada e inmanente al sistema. Se trata de la ruptura con una falsa normatividad objetivada de una «segunda naturaleza», por tanto no de la repetición de una ejecución casi automática, sino de una concientización negadora – rechazo y rebelión sin ninguna «ley de la historia» como apoyo. El punto de partida no puede ser ningún nuevo principio abstracto general, sino sólo el asco ante la propia existencia en cuanto sujeto del trabajo y de la competencia, y el repudio categórico del deber de continuar «funcionando» en un nivel cada vez más miserable.

A pesar de su predominio absoluto, el trabajo nunca consiguió extinguir totalmente la repugnancia contra las coerciones impuestas por él. Al lado de todos los fundamentalismos regresivos y de todos los desvaríos de competencia de la selección social, existe también un potencial de protesta y resistencia. El malestar en el capitalismo está masivamente presente, pero es reprimido en el subsuelo sociopsíquico. No se apela a este malestar. Por eso es necesario un nuevo espacio libre intelectual para poder tornar pensable lo impensable. El monopolio de interpretación del mundo por el campo del trabajo debe ser roto. La crítica teórica del trabajo recibe así un papel de catalizador. Ésta tiene el deber de atacar frontalmente las prohibiciones dominantes del pensar; y expresar, abierta y claramente, aquello que nadie se atreve a saber, pero que muchos sienten: la sociedad del trabajo ha llegado definitivamente a su fin. Y no hay la menor razón para lamentar su agonía. Sólo la crítica del trabajo formulada expresamente y el debate teórico correspondiente pueden crear aquella nueva contra-esfera pública, que es un presupuesto indispensable para construir un movimiento de práctica social contra el trabajo. Las disputas internas al campo del trabajo se agotarán y se volverán cada vez más absurdas. En consecuencia, es más urgente redefinir las líneas de conflictos sociales en las cuales pueda formarse una unión contra el trabajo. Se hace preciso esbozar en líneas generales cuáles son las directrices posibles para un mundo más allá del trabajo. El programa contra el trabajo no se alimenta de un canon de principios positivos, sino a partir de la fuerza de la negación. Si la imposición del trabajo fue acompañada por una larga expropiación del hombre de las condiciones de su propia vida, entonces la negación de la sociedad del trabajo sólo puede consistir en que los hombres se reapropien de su relación social en un nivel histórico superior. Por eso, los enemigos del trabajo desean ardientemente la constitución de uniones mundiales de individuos libremente asociados, para que arranquen de la máquina de trabajo y valorización que

gira en falso los medios de producción y de existencia, tomándolos en sus propias manos. Solamente en la lucha contra la monopolización de todos los recursos sociales y potenciales de riqueza por las fuerzas alienantes del mercado y el Estado pueden ser ocupados los espacios sociales de emancipación.

También la propiedad privada debe ser atacada de un modo diferente y nuevo. Para la izquierda tradicional, la propiedad privada no era la forma jurídica del sistema productor de mercancías, sino sólo un poder de «disposición» ominoso y subjetivo de los capitalistas sobre los recursos. Así, pudo aparecer la idea absurda de querer superar la propiedad privada en el terreno de la producción de mercancías. Entonces, como oposición a la propiedad privada, apareció generalmente la propiedad estatal («estatalización»). Pero el Estado no es otra cosa que la asociación coercitiva exterior o la universalidad abstracta de productores de mercancías socialmente atomizados, y la propiedad estatal sólo una forma derivada de la propiedad privada, tanto da si con el adjetivo de socialista o sin él. En la crisis de la sociedad del trabajo, tanto la propiedad privada como la propiedad estatal resultan obsoletas porque las dos formas de propiedad presuponen del mismo modo el proceso de valorización. Por eso los correspondientes medios materiales quedan crecientemente en «barbecho» o presos.

Funcionarios estatales, empresariales y jurídicos vigilan celosamente para que esto continúe así y para que los medios de producción se pudran antes de que sean utilizados para otro fin. La conquista de los medios de producción por asociaciones libres contra la administración coercitiva estatal o jurídica sólo puede significar que esos medios de producción ya no serán movilizados bajo la forma de producción de mercancías para mercados anónimos. En lugar de la producción de mercancías, se introduce la discusión directa, el acuerdo y la decisión conjunta de los miembros de la sociedad sobre el uso sensato de los recursos. La identidad institucional social entre productores y consumidores, impensable bajo el dictado del fin en sí mismo capitalista, será construida. Las instituciones alienadas por el mercado y por el Estado serán sustituidas por el sistema en red de consejos, en los cuales las libres asociaciones, de escala barrial a mundial, determinan el flujo de recursos conforme a los puntos de vista de la razón sensible social y ecológica. Ya no es más el fin en sí mismo del trabajo y de la «ocupación» el que determina la vida, sino una organización de la utilización sensata de las posibilidades comunes, que no estarán dirigidas por una «mano invisible» automática, sino por una acción social consciente. La riqueza producida es apropiada directamente según las necesidades, no según el «poder de compra». Junto con el trabajo, desaparece la universalidad abstracta del dinero, tal como la del Estado. En lugar de naciones separadas, una sociedad mundial que ya no necesita fronteras y en la cual todas las personas pueden desplazarse libremente y exigir en cualquier lugar el derecho de permanencia universal.

La crítica del trabajo es una declaración de guerra contra el orden dominante, sin la coexistencia de terrenos acotados con sus respectivas coerciones. El lema de la emancipación social sólo puede ser: ¡Tomemos lo que necesitamos! ¡No nos arrastremos más de rodillas bajo el yugo de los mercados de trabajo y de la administración democrática de la crisis! El supuesto de esto es el control ejercido por nuevas formas sociales de organización (asociaciones libres, consejos) sobre las condiciones de reproducción de toda la sociedad. Esta pretensión diferencia fundamentalmente a los enemigos del trabajo de todos los políticos de cotos y de todos los espíritus mezquinos de un socialismo de colonias de pequeñas huertas. El dominio del trabajo escinde al individuo humano. Separa al sujeto económico del ciudadano, al animal de trabajo del hombre de tiempo libre, la esfera pública abstracta de la esfera privada abstracta, la masculinidad producida de la feminidad producida, oponiendo así al individuo aislado su propia relación social como un poder extraño y dominador. Los enemigos del trabajo anhelan la superación de esa esquizofrenia mediante la apropiación concreta de la relación social por hombres conscientes, que actúan de manera autorreflexiva.

 

«El “trabajo” es, en su esencia, la actividad no libre, no humana, no social, determinada por la propiedad privada y que crea a la propiedad privada. La superación de la propiedad privada se efectuará solamente cuando ésta sea concebida como superación del “trabajo”.» (Karl Marx, Sobre el libro «El sistema nacional de la economía política» de Friedrich List, 1845)

 

17. Un programa de aboliciones contra los amantes del trabajo

 

Los enemigos del trabajo serán acusados de fantasiosos. La historia habría comprobado que una sociedad que no se basa en los principios del trabajo, de la coerción de la producción, de la competencia de mercado y del egoísmo individual, no puede funcionar. Ustedes, apologistas del status quo, ¿pretenden afirmar que la producción de mercancías capitalistas trae realmente, para la mayoría de los hombres, una vida mínimamente aceptable? ¿Dicen ustedes «funcionar», cuando justamente el crecimiento gigantesco de las fuerzas productivas expulsa de la humanidad a millones de personas, que entonces pueden sentirse felices de sobrevivir entre la inmundicia? ¿Cuando otros millones soportan la vida que transcurre bajo el dictado del trabajo en el aislamiento, en la soledad, en el doping sin placer del espíritu, y enfermando física y psíquicamente? ¿Cuando el mundo se transforma en un desierto sólo para hacer del dinero más dinero? Pues bien, éste es realmente el modo en que su grandioso sistema de trabajo «funciona». ¡No queremos alcanzar estos resultados! Su autosatisfacción se basa en su ignorancia y en la flaqueza de su memoria. La única justificación que encuentran para sus crímenes actuales y futuros es la situación del mundo que se basa en sus crímenes pasados. Ustedes olvidaron y reprimieron cuántas masacres estatales fueron necesarias para imponer, con torturas, la «ley natural» de su mentira en los cerebros de los hombres, tanto que sería casi una felicidad estar «ocupado», determinado externamente, y dejar que la energía de la vida sea chupada por el fin en sí mismo abstracto de su dios-sistema. Tenían que ser exterminadas todas las instituciones de la autoorganización y de la cooperación autodeterminada de las antiguas sociedades agrarias, hasta que la humanidad fuera capaz de interiorizar el dominio del trabajo y del egoísmo. Tal vez hayan hecho un trabajo perfecto. No somos exageradamente optimistas. No sabemos si existe aún una liberación de esta existencia condicionada. Queda abierta la cuestión de si la decadencia del trabajo lleva a la superación de la manía del trabajo o al fin de la civilización. Ustedes argumentarán que con la superación de la propiedad privada y de la coerción de ganar dinero se acabarán todas las actividades y que entonces dará comienzo una pereza generalizada. ¿Confiesan ustedes, por tanto, que todo su sistema «natural» se basa en pura coerción? ¿Y que por eso se obstinan en que la pereza es un pecado mortal contra el espíritu del dios-trabajo? Los enemigos del trabajo no tienen nada en contra de la pereza. Uno de nuestros principales objetivos es la reconstrucción de la cultura del ocio, que todas las sociedades antiguamente conocían y que fue destruida para imponer una producción infatigable y vacía de sentido. Por eso los enemigos del trabajo paralizarán, sin compensación, y en primer lugar, las innumerables ramas de la producción que sólo sirven para mantener, sin tener en consideración ningún tipo de daños, el alucinado fin en sí mismo del sistema productor de mercancías.

No hablamos sólo de las áreas de trabajo con toda claridad enemigas públicas, como la industria automovilística, la de armamentos o la de la energía nuclear, sino también de las de la producción de múltiples prótesis de sentido y objetos ridículos de entretenimiento que deben engañar y fingir para el hombre del trabajo una sustitución para su vida desperdiciada. También tendrá que desaparecer el monstruoso número de actividades que sólo existen porque las masas de productos necesitan ser comprimidas para pasar por el ojo de la aguja de la forma-dinero y de la mediación del mercado. ¿O creen ustedes que todavía serán necesarios contables y calculadores de costos, especialistas en marketing y vendedores, representantes y autores de textos publicitarios cuando las cosas se produzcan según la necesidad o cuando todos simplemente tomen lo que sea necesario? ¿Por qué tendrían aún que existir funcionarios de secretarías de finanzas y policiales, asistentes sociales y administradores de pobreza, cuando ya no habrá ninguna propiedad privada que tenga que ser protegida, cuando ya no será preciso administrar ninguna miseria social y cuando ya no habrá que domar a nadie para la coerción alienada del sistema?

Ya estamos oyendo la exclamación: ¡cuántos empleos! Sí, señor. Calculen con calma cuánto tiempo de vida se le roba diariamente a la humanidad sólo para acumular «trabajo muerto», administrar personas y aceptar el sistema dominante. Cuánto tiempo podríamos deleitarnos todos nosotros al sol, en vez de dejar la piel en cosas cuyo carácter grotesco, represivo y destructor ha llenado ya bibliotecas enteras.

Pero no tengan miedo. De ninguna manera se acabarán todas las actividades cuando la coerción del trabajo desaparezca. No obstante, cualquier actividad cambia su carácter cuando ya no está fijada a la esfera de los tiempos de flujo abstractos, vaciada de sentido y con fin en sí, y puede seguir, al contrario, su propio ritmo, individualmente variado e integrado en el contexto de la vida personal; cuando en grandes formas de organización los hombres por sí mismos determinan el curso, en vez de ser determinados por el dictado de la valorización empresarial. ¿Por qué dejarse apresar por las reivindicaciones insolentes de una competencia impuesta? El caso es redescubrir la lentitud.

Obviamente, tampoco desaparecerán las actividades domésticas y de asistencia que la sociedad del trabajo convirtió en invisibles, escindió y definió como «femeninas». Cocinar es tan poco automatizable como cambiar los pañales del bebé. Cuando, junto al trabajo, se supere la separación de las esferas sociales, estas actividades necesarias podrán aparecer bajo la organización social consciente, más allá de cualquier definición sexual. Ellas pierden su carácter represivo cuando las personas ya no se someten entre sí, y cuando son realizadas de acuerdo con las necesidades de los hombres y de las mujeres de la misma forma.

No estamos diciendo que cualquier actividad se transforme, de este modo, en placer. Algunas más, otras menos. Obviamente, siempre hay algo necesario que hacer. ¿Pero a quién le podría asustar si la vida no será devorada por eso? Y siempre habrá muchas cosas que se podrán hacer por libre decisión. Pues la actividad, así como el ocio, es una necesidad. Ni siquiera el trabajo logró marchitar totalmente esta necesidad, sólo la instrumentalizó y la chupó vampíricamente. Los enemigos del trabajo no son fanáticos de un activismo ciego, ni tampoco de una ciega haraganería. Ocio, actividades necesarias y actividades libremente escogidas deben ponerse en una relación que se oriente según las necesidades y los contextos de la vida. Una vez despojadas de las coerciones objetivas capitalistas del trabajo, las fuerzas productivas modernas pueden ampliar enormemente el tiempo libre disponible para todos. ¿Por qué pasar, día tras día, tantas horas en fábricas y oficinas si autómatas de todo tipo pueden asumir una gran parte de esas actividades? ¿Por qué dejar que suden centenares de cuerpos humanos cuando unas pocas segadoras lo hacen todo? ¿Para qué gastar el espíritu en una rutina que el ordenador ejecuta sin ningún problema?

Sin embargo, para estos fines sólo se puede utilizar una mínima parte de la técnica en su forma capitalista dada. La mayor parte de las innovaciones técnicas deben ser transformadas completamente, porque fueron concebidas según los modelos limitados de la rentabilidad abstracta. Por otra parte, muchas posibilidades técnicas no fueron aún desarrolladas por la misma razón. A pesar de que la energía solar se puede reproducir en cualquier parte, la sociedad del trabajo siembra el mundo de usinas nucleares centralizadas y de alta peligrosidad. Y aunque se conocen métodos no agresivos de producción agraria, el cálculo abstracto del dinero arroja millares de venenos al agua, destruye los suelos y contamina el aire. Únicamente por razones empresariales, materiales de construcción y alimentos dan la vuelta al mundo, a pesar de que se pueden producir localmente sin grandes costos. Una gran parte de la técnica capitalista está tan vacía de sentido y superflua como el gasto de energía humana relacionada con ella.

No estamos diciéndoles nada nuevo. Pero aun así, ustedes saben que nunca extraerán conclusiones de todo esto, pues rechazan cualquier decisión consciente sobre la aplicación sensata de los medios de producción, transporte y comunicación y sobre cuáles de ellos son maléficos o simplemente superfluos. Cuanto más de prisa recitan su mantra de la libertad democrática, más porfiadamente rechazan la libertad de decisión social más elemental, porque quieren seguir sirviendo al cadáver dominante del trabajo y a sus «pseudo leyes naturales».

 

«Lo que el trabajo significa, no solamente en las condiciones actuales, sino en general, en la medida en que su finalidad es la simple ampliación de la riqueza, es por sí mismo perjudicial y funesto – y esto sucede sin que el economista nacional (Adam Smith) lo perciba a partir de sus propias explicaciones.» (Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos, 1844).

«Nuestra vida es el asesinato por el trabajo; durante sesenta años estamos colgados y debatiéndonos en la cuerda, pero no la cortamos.» (Georg Büchner, La muerte de Dantón, 1835).

 

18. La lucha contra el trabajo es antipolítica

 

La superación del trabajo puede ser de todo, menos una utopía en las nubes. La sociedad mundial no puede continuar en su forma actual durante más de cincuenta o cien años. El hecho de que los enemigos del trabajo se ocupen de un dios-trabajo clínicamente muerto no quiere decir que su tarea se vuelva necesariamente más fácil. Cuanto más se agrava la crisis de la sociedad del trabajo y cuanto más fallan todas las tentativas para modificarla, tanto más crece el abismo entre el aislamiento de las mónadas sociales abandonadas y las reivindicaciones de un movimiento de apropiación de la sociedad como un todo. El creciente asilvestramiento de las relaciones sociales en vastas zonas del mundo demuestra que la vieja conciencia del trabajo y de la competencia desciende a niveles cada vez más bajos. La “descivilización” por etapas, a pesar de todos los impulsos de malestar en el capitalismo, parece la forma del curso natural de la crisis. Justamente, frente a perspectivas tan negativas, sería fatal situar la crítica práctica del trabajo al cabo de un programa amplio en relación a la sociedad como un todo y limitarse a construir una economía precaria de supervivencia en las ruinas de la sociedad del trabajo. La crítica del trabajo sólo tiene una posibilidad cuando lucha contra la corriente de des-socialización, en vez de dejarse llevar por ésta. Los modelos civilizadores ya no pueden ser defendidos con la política democrática, sino sólo contra ella. Quien desea la apropiación emancipadora y la transformación de todo el contexto social difícilmente puede ignorar la instancia que hasta entonces organizó las condiciones generales de este contexto. Es imposible rebelarse contra la apropiación de las propias potencialidades sociales sin enfrentarse con el Estado. Pues el Estado no sólo administra cerca de la mitad de la riqueza social, sino que también asegura la subordinación coercitiva de todas los potenciales sociales bajo el mandamiento de la valorización. Si los enemigos del trabajo no pueden ignorar al Estado y la política, tampoco pueden hacer Estado y política con ellos.

Con el fin del trabajo y el fin de la política, un movimiento político para la superación del trabajo sería una contradicción en sí misma. Los enemigos del trabajo plantean reivindicaciones al Estado, pero no forman ningún partido político, ni nunca lo harán. La finalidad de la política sólo puede ser la conquista del aparato del Estado para dar continuidad a la sociedad del trabajo. Los enemigos del trabajo, por eso, no quieren ocupar los paneles de control del poder, sino desconectarlos. Su lucha no es política, sino antipolítica. En la modernidad, Estado y política están inseparablemente ligados al sistema coercitivo del trabajo y, por ello, deben desaparecer junto con él. La palabrería sobre un renacimiento de la política es sólo el intento de reducir la crítica del terror económico a una acción positiva en relación al Estado. Autoorganización y autodeterminación son, sin embargo, exactamente lo opuesto a Estado y política. La conquista de espacios libres socioeconómicos y culturales no se realiza por el desvío político, por la vía oficial, ni en el extravío, sino a través de la constitución de una “contrasociedad”. Libertad quiere decir no dejarse devorar por el mercado, ni dejarse administrar por el Estado, sino organizar las relaciones sociales bajo dirección propia – sin la interferencia de aparatos alienados. En este sentido, interesa a los enemigos del trabajo encontrar nuevas formas de movimientos sociales y ocupar puntos estratégicos para la reproducción de la vida, más allá del trabajo. Se trata de unir las formas de una praxis social con la oposición ofensiva al trabajo. Los poderes dominantes pueden declararnos locos porque arriesgamos la ruptura con su sistema coercitivo irracional. No tenemos nada que perder, sino la perspectiva de la catástrofe hacia la que nos llevan. Tenemos un mundo que ganar más allá del trabajo.

 

¡Proletarios de todo el mundo, poned fin a esto!

Acerca de Anarchanthropus crapuloideus

Calvo, feo, gordo y tontorrón. Este es mi perfil de acuerdo con quien más valor tiene para mí, mi adorado -y guasón- hijo Mateo. Podría añadir que soy una especie de anarcántropo crapuloideo. Pero buena gente, ¿eh?. Así que después de la presentación inicial, el resto así como más en serio: Lo mío son las cosas bien hechas, con gusto y paciencia. Me gusta el silencio, la calma. Me gusta cultivar la tierra, hacer la comida a la brasa, hacer pan, conservar las costumbres ancestrales. Me gustan las miradas firmes de las personas sin dobleces. Me gusta la esencia. Y la forma también, sí; pero sobre la esencia. Me gusta la soledad, compartida o no. Me aburren y me irritan la mediocridad rampante y la falsedad, la corrupción, la incapacidad y la indolencia que dominan nuestro día a día. Me enojan los “esclavos felices”. Soy raro, dicen. No encajo bien en los moldes convencionales. En muchas situaciones estoy a la contra. Si la inteligencia es la propiedad de adaptarse bien a cualquier circunstancia, no soy particularmente inteligente. Soy un intelectual inquieto, apasionado del mundo natural. Me fascina la vida. Y el color, los paisajes (¡el Alto Tajo!), el agua limpia, los animales silvestres (en especial los insectos, y sobre todo las mariposas), la montaña, el mar, las flores… Me hice biólogo, aunque padecí mucho durante la licenciatura; mi interés por el mundo natural me ha llevado a ser profesor universitario de Zoología y Conservación Biológica (también me entusiasma la docencia) y a fundar un grupo de investigación. Si no hubiera sido biólogo hubiera sido músico; me cautiva la música. U hortelano. O pintor. O... soñador de vencejos y hadas. No tengo estilos musicales preferidos, sino músicos preferidos: siempre se ha hecho buena música, y yo creo que ahora también (en contra de lo que opinan algunos críticos). Una relación de la música que más escucho se encuentra en http://www.last.fm/user/Troitio. Me entusiasman también la pintura y la literatura, tanto para disfrutar las creaciones ajenas como para crearlas yo mismo. Algunas frases ajenas que me han acompañado a lo largo de la vida: “Piensas demasiado para ser feliz” (dicha por la madre de la niña que más me gustó en mi adolescencia y primera juventud; yo no he estado de acuerdo en lo de que pensar “demasiado” te impida ser feliz, y de hecho me considero un privilegiado respecto a la felicidad). “Deja ya las mariposas, que no te van a dar de comer” (dicha por mi abuela paterna, que no entendía bien mi afición precoz, y que a la postre también se ha demostrado que era errónea, porque desde luego que me han dado de comer, a pesar de dedicarme a ellas y de hacerlo a contracorriente de las modas productivistas dominantes). "¿Cómo una persona que es en sí por completo un método, puede comprender mi anarquía natural?" (Richard Wagner). "Sólo aquel que lleva un caos dentro de sí puede alumbrar una estrella danzarina" (Friedrich W. Nietzsche). "Creo que en la sociedad actual nos falta filosofía. Filosofía como espacio, lugar, método de reflexión, que puede no tener un objetivo concreto, como la ciencia, que avanza para satisfacer objetivos. Nos falta reflexión, pensar. Necesitamos el trabajo de pensar, y me parece que, sin ideas, no vamos a ninguna parte." (José Saramago). "El ruido de las carcajadas pasa. La fuerza de los razonamientos queda." (Concepción Arenal). "Estamos aquí para desaprender las enseñanzas de la iglesia, el estado y nuestro sistema educativo. Estamos aquí para tomar cerveza. Estamos aquí para matar la guerra. Estamos aquí para reírnos del destino y vivir tan bien nuestra vida que la muerte tiemble al recibirnos". (Charles Bukowski. ¿O ésta es de Homer Simpson?).
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